Salinas
Por: Ana Teresa Solá (1998, San Juan, Puerto Rico)

Cuando pienso en Salinas recuerdo fango, jugar en la tierra húmeda y hacer baches en la acera. Supe que era hora de entrar a la casa cuando mami se posó en el balcón para buscarme, cuando ya el cielo estaba de color rosa y naranja. Siempre me daba la bienvenida con una sonrisa y una caricia en el cabello. Esta vez se me acercó con la frente fruncida, y sus ojos oscuros estaban serios.
“Ana, ¿qué tú hiciste?”, me dijo, pues estaba enfangada desde los tobillos hasta la frente, desde los deditos gorditos hasta los hombros. Los pantalones cortos estaban sucios en mis nalguitas y la camiseta rosa tenía manchas secas de tierra y grama.
“Mami, ¡soy como tú!”, dije con toda la inocencia y felicidad expresada de una niña. Mami solo levantó las cejas; luego de reírse, agarró mi hombro y dijo:
“Vente, vamos a bañarte de nuevo, nena. Deja los tenis afuera”.
Me senté en el piso de ladrillo áspero para arrancarme los tenis aún amarrados y dejarlos puestos al lado de la puerta principal.
Ya adentro, mami cierra la pesada puerta de caoba y la sala huele a comida hecha. Puedo percibir el olor a arroz con habichuelas y pollo guisado caliente cocinándose desde la estufa en la cocina. Hay gente, se escucha el ruido de trastes, tenedores y voces graves dialogando. Mis pies desnudos corren y chocan en contra la loseta; llego a la cocina a ver a Papi sentado en la mesa comiendo de su plato lleno.
“¡Papu!”, le digo anunciando mi entrada a la casa ya después de jugar. Mi hermano se asoma desde la estufa en el lado derecho de la cocina, sirviéndose habichuelas sobre una loma de arroz blanco que todavía botaba humo.
“¡Nena!—¿qué hiciste, nena? Estás peor que los porquitos de atrás.” Se refería a los dos cerditos que están en su jaula de madera detrás de la casa.
“¡Me hice un spa, para verme como mami!”.
Papi tragó duro para morirse a carcajadas, y dejó caer su tenedor contra la vajilla. Mi hermano de 23 años de edad se acercó; con su plato servido, me vió y no pudo contener su sonrisa. Él y yo somos de tez mulato claro, color que se broncea fácil bajo el sol, pero se aclara de nuevo a su color de amarillo pálido, como grano de avena o ajonjolí. Papi es un hombre que mide seis pies con dos pulgadas, y lleva sus brazos, su pecho y su rostro quemados de color rojo oscuro por tantos años trabajando en las fincas.
Sin embargo, cuando se quita la camisa, primero te fijas en la línea fina y recta donde acaba la tez roja y abruptamente choca la piel blanca, contrastando con su cabello lacio y oscuro como boca de lobo.
Regresó el peso caliente de la mano de mi mamá sobre mi hombro; yo viro la cabeza hacia arriba para mirarla, y ella le dice a papi: “Qué linda tu niña, ¿ah, Rafa?”.
Con un apretón en el hombro derecho, fui corriendo a la ducha.
El chorro del agua caliente se llevó toda la tierra, los granitos se arrastraron sobre mi piel hasta llegar a las losas de la ducha y bajó por el desagüe, para irse a otro mundo subterráneo que todavía me queda por averiguar.
Ya casi de vuelta a mi apariencia normal, me enjuagué con jabón de vainilla y me acondicioné el cabello castaño. Cerré la pluma cuando acabé y halé la toalla desde el gancho que le llega a la altura de mami. Pasé la toalla blanca por mi cuerpo hasta no quedar gota de agua, y salí arropada con los pies chocando de nuevo contra el piso hasta llegar a mi cuarto.
….
Ya vestida con camiseta y pantalones de dormir, caminé de nuevo a la cocina con la nariz, el compás de mi barriga. Los tres adultos estaban en la mesa redonda hablando cosas de gente grande y no me atreví interrumpirlos; fui sola a la estufa para investigar.
Mi cabeza solo llegaba al borde de la encimera de la cocina, pero subí los brazos a ver si encuentro el cucharón para arrastrar el plato hacia la estufa y ver si logro pescar arroz si me paro en puntitas. Mi hermano escuchó tambaleo desde la mesa y se asomó. Al verme otra vez con mis inventos, empujó la silla hacia atrás para venir al rescate.
“Dame acá, pioja”. Tomó el cucharón de aluminio y mi plato para servirme de la cena.
“Mucho arroz, Ati, por favor”. Me puse en puntitas como quiera para tratar de ver qué hacía para sacar dos cucharas de arroz caliente de la hoya roja.
“¿Quieres habichuelas?”, me preguntó para cambiar de cuchara. Afirmé con entusiasmo meneando la cabeza en forma de sí. Sonrió, sacó la tapa de la olla alta (esa sí que no había manera de alcanzar desde acá abajo), hundió la cuchara dentro y sacó una sopa de habichuelas rosadas flotando en caldo rojo y caliente.
Ati derramó las habichuelas majestuosamente sobre la lomita de arroz blanco. Sacó pedazos de jamón de la olla y las puso en mi plato, al igual que un pollito guisado. Me llevó a la mesa y me sacó una silla entre él y mami. Me senté, le di las gracias, y me sobó la cabeza con un, “No hay de qué, amor.”La conversación entre mami y papi se fue difuminando hasta quedar nula y no hubo más intercambio de palabras, más bien un intercambio de miradas y risas aguantadas. Subí la atención de mi plato a ver qué pasaba, y estaban los tres mirándome comer. “¿Por qué me miran?”, pregunté con un tenedor lleno de arroz.