Mirar para atrás y para adentro
Por: Paula E. Roque Rivera (1999, San Juan, Puerto Rico)

David Furman photo
Nos encontramos con estudiantes que no conocen la historia
de su país porque no conocen la historia de su familia.
-Yolanda Arroyo Pizarro, ¿Y tu abuela dónde está?
Mi madre fue la primera persona “eco-amigable” que conocí. Desde pequeña, no entendía por qué nunca podía depositar el sobrante de mi comida en el zafacón, como el resto de las personas normales. Ella imponía su propio orden y proceso: los pedazos de carne serían para las mascotas, el residuo de arroz iría al zafaconcito donde le haría compañía a la hoja de pastel, la cáscara de plátano y la borra de café. De ahí, todos esos restos emprenderían el camino hacia la futura composta que se cocinaba en el patio de enfrente, aquel montón de cosas verdes que nunca me molesté en mirar bien. Ella preparaba composta con lo que dejábamos en el plato para cuidar los retoños que sembraba y que luego volverían a la cocina y a nuestro cuerpo. Se trataba, nada más y nada menos, que del ciclo de la vida dirigido por sus manos.
Tampoco entendía por qué si el interior de la casa nunca estaba bien cuidado ella, siendo ama de casa (legendaria y esclavizante profesión) transcurría tanto tiempo en las afueras, con la vieja ropa militar de mi viejo y ausente padre; la moda androgénica de la labor agrícola. Me preguntaba con impotente queja por qué, en vez de arreglar la casa por dentro, de mantenerla limpia y organizada, de decorarla, pasaba tanto tiempo afuera, en esa finca interminable que ante mis ojos nunca parecía poder ser domada.
No fue hasta que la obligación de cuidar a su enferma madre la expulsó de nuestro hogar y de esa finca, que comencé a entender qué era lo que ella hacía cada día en aquellos patios. Ante su ausencia, aquel verde se enfureció contra mi indiferencia. Despertó su crecimiento desenfrenado, rompió los pactos de respetabilidad y se apoderó de cada lugar que se mantenía bajo el yugo de nuestro intento de civilización.
Me vi en medio de una naturaleza que nos reclamaba la conquista de su espacio. Comprendí entonces que todas las horas que mi madre dedicaba a los alrededores eran para asegurar nuestra subsistencia equilibrada. Comprendí también que ella lo tenía todo bien claro: era más importante estar de buenas con la naturaleza que nos rodeaba que organizar el interior de nuestras cuatro paredes.
Cuando pienso en los hábitos de mami como prácticas eco-amigables, imagino que mi abuela fue la primera persona eco-amigable que mi madre conoció. Nuestras costumbres se heredan matrilinealmente. En casa de mi abuela no se botaba casi nada de plástico. Los vasos desechables, con la ayuda del jabón y la esponja, se convertían en las piezas de la escasa vajilla. Los vasos de foam se acumulaban en el escurridor para ser recuperados cada mañana con el aroma del café. Cualquiera que mirara hoy desde afuera, no descubriría las señales que hoy delatan una familia eco-amigable; no había bonitas botellas de stainless Steel, ni curiosos cubiertos de madera encerrados en una delicada cartucherita de tela, ni elaboradas loncheras de marca para empacar almuerzos.
En casa de mi abuela no se militaba en grupos políticos, no se hablaba de cambio climático ni de justicia alimentaria; pero a cada persona que llegaba a visitar se le ofrecía de lo que hubiera para comer, aunque eso significara comenzar a cocinar un caldero de arroz con habichuelitas o quedarse sin comida para el día siguiente. En casa de mi abuela se saludaba a las orquídeas todas las mañanas, se desyerbaba el recao y el cilantro, y se desgranaban los gandules que acompañarían al arroz en la cena de la tarde.
Se intentaba reciclar, se hacía todo lo posible, aunque se desconociera que esa basura tan ritualmente despejada terminaría en el mismo sitio que todas las demás. Se guardaban los vasos plásticos porque no hacía sentido botarlos al zafacón. Si aún servían, ¿para qué botar ese dinero? Las prácticas eco- amigables tenían que ver más con clase que con conciencia ecológica. Cuando mi madre era pequeña, en
su casa todos eran veganos seis días a la semana. Solamente un día se podía conseguir algo de carne. El resto se sobrevivía con viandas, arroz, cremas de harina de maíz y pan viejo. No era una elección en pos de los animales, ni se trataba de una forma de protestar la crueldad de la industria ganadera. Simplemente la carne era cara y escasa, un lujo que las familias pobres del campo de Corozal muy pocas veces se podían dar.
Narrar estos panoramas me hace sentir desasociada de mis ancestras y de mí misma. Hoy día transcurso espacios que jamás fueron accesibles para ellas, con personas cuyos trasfondos, a pesar de ser contemporáneos, difieren drásticamente del pasado de mi madre y abuela. Ahora escucho atenta sus historias y pienso en los silencios, en las ausencias de sus experiencias, en la supresión de sus vivencias y siento un desgarre. Una parte de mí ansía encontrar mis raíces en ellas, pues no encuentro forma de narrarme sin mirar hacia atrás.
Dentro de mi burbuja universitaria no logro escapar de soñar con restituciones mediante narración de sus vidas. La historia de nuestro archipiélago sería mucho más rica y robusta si nos diéramos la tarea de contar las historias de nuestres antepasades, de visitar sus desafíos, sus preocupaciones, sus ambiciones y sus maneras de ver la vida. Son resistencia caribeña, sin ignorar que el dolor es elemento vital en cualquier resistencia.
Así, mami continúa salvaguardando el legado que aprendió de mi abuela. En esa casa sigo tomando agua de viejos vasos desechables que pasan por el fregadero una y otra vez, y sigo guardando sobras en envases que en algún momento fueron de mantequilla. Después de andar por pasillos universitarios, metiendo la cabeza en teorías ecofeministas y decolonizadoras, entiendo la importancia de la composta, lección que pude haber aprendido hace mucho tiempo si hubiera valorado los conocimientos agrícolas de las mujeres de mi familia.
Sin embargo, mi obstinación sí me trajo un descubrimiento muy valioso. Me costó llegar a la universidad para darme cuenta de que en ocasiones son más valiosas mis montañas de origen que las bibliotecas llenas de asbestos en San Juan. Llegar al ambiente académico me trajo de vuelta a mi hogar y a mi madre como fuente principal y confiable de lecciones.
Me tocó llegar a la ciudad para darme cuenta del valor de mis tierras y el conocimiento de las que me preceden. De ahora en adelante, procuro remediar mis direcciones y enfoques: mirar para atrás y para adentro para entender mi lugar en lo que viene.